Carlos Monsiváis
9 de diciembre de 2007
El fallo, por mayoría, de la Suprema Corte de Justicia (de aquí en adelante la Suprema) a favor del gobernador de Puebla Mario Marín lleva a recapitular sobre la fabricación y la autodestrucción de prestigios en la República.
¿Qué tan reales son, cuánto dependen de la inercia institucional y cuánto de las maniobras de la mercadotecnia? ¿Surgen del poderío del Estado o vienen de las inercias históricas que le atribuían grandeza a los beneficiarios de los altos puestos? ¿Qué es prestigio: el reconocimiento del valor o el acatamiento del poder? Si se formula la pregunta desde las instituciones la respuesta será ritual; si no, la tendencia es, con el sarcasmo explícito, “desacralizadora” (Lo sagrado entre comillas acentúa lo profano).
El común denominador es la falta de consecuencias de la crítica en el corto plazo. Luego, en el mediano plazo, y si conviene, algo se concede.
Los seis ministros marinizados de seguro hicieron su cálculo de daños.
¿Qué les iba a pasar a los redentores de Marín? En su pronóstico, un alud de dicterios, comentarios, gritos ofensivos en marchas y concentraciones, mesas redondas sin repercusión y, luego, el vacío de la memoria, aquí no pasa nada, ni siquiera el “aquí no pasa nada hasta que pasa”.
A ellos los defienden —en este orden— la red gubernamental (“¡Al cielo con nuestras instituciones!”), el Presidente de la República, el PRI, el PAN, la “amnésica histórica” del pueblo mexicano, y la certidumbre de que el peso de la ley los ampara o, como ahora se dice, “los blinda”.
Dura lex sed lex. La ley es dura pero es nomás nuestra. Más es ya exigir dos imposibles: la lealtad a un punto de vista y, de manera consecuente, la existencia de un punto de vista. Y los de la red de complicidades creen saberlo: en política la protesta, en tanto se concentra en las palabras, se escribe con tinta invisible.
* * *
Sin embargo, una “lectura de la realidad” prueba el inmenso fracaso de la Operación Hay que salvar a Marín. Cito algunos datos, todos con valor probatorio, sobre los deterioros de la impunidad:
— Cuatro ministros votan en contra.— No se ha publicado un solo artículo en defensa clara de la exculpación, y sí, en todo el país, centenares en contra.
— El alcalde de Puebla Enrique Dóger, del PRI, le envió un mensaje extraordinario de apoyo y reconocimiento a Lydia Cacho.
— Los caricaturistas, casi sin excepciones, han abordado con sátira magnífica el veredicto de la Suprema. Ningún caricaturista lo ha defendido.
— Sí existe a momentos la opinión pública, y allí los comentarios se unifican: lo que pasó es moral y legalmente inconcebible y monstruoso.
—El fallo marínico se sustenta en primera instancia en el “purismo” de la legalidad. El tecnicismo (“una conversación telefónica no cuenta ante la ley”) no convence en lo mínimo porque, además, la investigación real aún no comienza.
—La causa de Lydia Cacho fluye en distintos niveles: el jurídico, el político, el moral, el de perspectiva de género.
Por esto último, las dos ministras que respaldaron la impunidad de Marín han recibido críticas aún mayores que las destinadas a los magistrados.
Tómese el caso de la magistrada Olga Sánchez Cordero, que de un momento a otro cambia su voto para favorecer a Mario Marín (al que me prometí no llamar góber precioso).
Doña Olga ha proclamado verbalmente su apoyo a la causa de las mujeres, al grado de que en los círculos feministas algunas sospechan que es pro-choice (favorable a la despenalización del aborto), y ha vivido en el limbo de su progresismo inverificable.
Sin embargo, en el momento de votar y a la hora de explicar su voto, ella desatiende la evidencia de los sentidos, que mientras no se pruebe lo contrario, es también razón jurídica, y se ampara en la bondad de los tecnicismos.
El diálogo telefónico entre el góber precioso (no seré yo quien se lo diga) y el Rey de la Mezclilla Kamel Nacif, “mi héroe, chingaos” según Marín, carece, nos dice, carecen de valor probatorio.
Y esto ni siquiera existe en la opinión del magistrado Mariano Azuela, convencido de que esa conversación no sucedió jamás. Y si él lo dice...
—El tema de la pederastia y el comercio sexual de niños es a tal punto determinante al examinarse el fallo de la Suprema que a momentos transforman a sectores de la ciudadanía en un gran conjunto de padres de familia.
Allí, y muy justamente, Lydia Cacho es una figura de primer orden y sus enemigos, los que minimizan su detención, ese “coscorrón” (Mario Marín) que la lleva muy escoltada de Cancún a Puebla con los maltratos consiguientes, se vuelven para la gran mayoría causante de agravios personales.
—No es aconsejable, para los adictos al gozo de la impunidad, actuar como si los contextos no existieran.
Obviamente, una decisión de este tipo no se habría advertido siquiera en los años álgidos de la era del PRI, ni habría parecido contraria a la costumbre de las “culpabilidades para siempre aplazadas”, por demasiado tiempo sinónimo de la ley; ahora, si la impunidad no ha variado en lo substancial, la respuesta —la indignación moral— se materializa como arma política todavía no cargada de grandes consecuencias, pero ya no el eco de las murmuraciones.
La indignación moral es, ahora, el único gran elemento de equilibrio de la sociedad; sin ella, la impunidad se convertiría para todos en una variante de “la diosa perra del éxito”.
—Los magistrados, y sus impulsores en el Poder Legislativo y en “zonas elevadas” del gobierno, deberían estar al tanto: la indignación moral de la sociedad entera no es un hecho es menospreciable.
No es, como alega Felipe Calderón al plantear la defensa posible de Vicente Fox, el linchamiento de un expolítico por un grupo de oscuros intereses, sino la exigencia de justicia y no por propia mano.
Cuando Calderón rechaza el “meter las manos en el fuego” por Fox lo que hace es rechazar la expresión no la acción descrita. ¿Para qué “meter las manos en el fuego” pudiendo no hacer nada? Pero tratándose de la Suprema, los seis ministros metieron casi literalmente “las manos en el fuego” por Marín.
* * *
El cazador cazado: los que dirigen la exclusión se vuelven de pronto una minoría reconocida, cuyo prestigio (el que tuvieran, siempre local o sectorial) se desvanece y a la que sólo le queda la ostentación de su poder, sin carisma posible o intimidación psicológica que valga.
No disponen ya del “valor inmanente” que protegió a sus antecesores, la superstición que les fue tan útil, sino estrictamente, de su peso burocrático. Esta sí es una reducción considerable: los políticos y los funcionarios intimidaban desde el aspecto, y reclamaban la acumulación de méritos.
Ya no más. Son, estrictamente, lo que su puesto les concede y a veces, algún trabajo especial, casi nunca sobresaliente. La indignación moral les obligó a la modestia, y hasta allí llega su prestigio verdadero.
* * *
El que más pierde con el fallo a su favor de la Suprema es Mario Marín. Ya es, para toda causa y efecto, el góber precioso, y el fallo hace que su fama (la que tiene) se agigante.
Las revelaciones de su amistad con Kamel Nacif destruyeron su credibilidad (que dependía de su casi anonimato), y el fallo de la Suprema a su favor dispersa las cenizas.
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